Ahora es imposible volver atrás, la
perspectiva ya cambió. En el mundo ya no existen lugares pre-modernos, solo hay
reservorios de recursos (TOURAINE, 1994). La diversidad es probabilidad. Pero
el agotamiento del concepto de modernidad es innegable, ya que el movimiento
contagia su vértigo a la profundidad del Ser. Un Ser cuya profundidad es tan
grande como se lo permite la propia justificación del fin.
Este agotamiento del movimiento libertador
inicial y la pérdida de sentido de una cultura presa en la razón instrumental,
conducen a una tercer etapa de la crisis de la modernidad, la cual es
retrospectiva y profunda, en donde se critican los propios objetivos de la
modernidad, de su moral controladora y represora, a través de instituciones y
prácticas (punitivas, discursivas, etc) veiculizadoras del poder (TOURAINE,
1994).
La fragmentación de la modernidad genera
una (no)sociedad en la cual la personalidad, la cultura, la economía y la
política parecen seguir caminos diferentes. La esfera del cambio y la del Ser,
presentes en la modernidad, significaban al mismo tiempo nacionalidad e
individualismo. La distancia crece entre los continuos cambios de la producción
y el consumo, y el reconocimiento de una personalidad individual que al mismo
tiempo es sexualidad e identidad cultural. También ocurre una separación entre
el orden de lo individual y el de lo colectivo, ubicándose en el primero la
sexualidad y el consumo, y en el segundo la nación y la empresa (TOURAINE,
1994).
Estos fragmentos (sexualidad, consumo,
nacionalismo y empresa) marcan la fuerza centrífuga de la expansión de la
modernidad, pero dada su naturaleza autofágica, son también las líneas de
fuerza centrípetas antimodernas. Es decir, son la razón de la expansión de la
modernidad pero a su vez las causas de su crisis. La dirección modernizadora
está aliada a la razón instrumental, mientras que la antimoderna al ataque a la
técnica (TOURAINE, 1994).
ARQUEOLOGÍA: UN ORIGEN
MODERNO Y UNA REFLEXIVIDAD POSMODERNA.
A partir del siglo XIX la ciencia estaba
totalmente refugiada en la experiencia, en lo fáctico, lo observable, lo
cuantificable, en oposición a lo metafísico y lo especulativo. El espíritu
científico consistía en la búsqueda de leyes naturales cuya base empírica debía
carecer de juicios valorativos (GALVICH, et al., 1997).
El conocimiento científico era concebido
como conocimiento probado. Las teorías científicas se derivan de los
conocimientos adquiridos mediante la observación, de modo que debemos describir
aquello que podemos ver, oír, tocar, etc. (CHALMERS, 1988).
Se sobrentiende la existencia de un mundo
real que puede ser conocido, y cuyos componentes empíricamente observables
presentan cierto orden. Estos fenómenos empíricos pueden ser explicados y
predichos por leyes generales (WATSON, et al., 1974).
A finales del siglo XIX y comienzos del XX
nuevas disciplinas querían hacerse su lugar en el prestigioso mundo de la
Ciencia. Las ciencias duras comenzaban a desmonopolizar la producción de
conocimiento científico y aparecen otras disciplinas que pretenden acotar
académicamente diversos espacios similares de lo social (LLOBERA , 1990).
La sociología es una de ellas, e intenta
abrirse paso en la ciencia, de la mano de Durkheim, quien se ingenia un
imperialismo sociológico en el que la sociología, anexionando conocimientos y
teorías positivas, y concediendo patente de cientificidad metodológica y
teórica, abarcaba todo el campo de las ciencias sociales y humanas, siendo la
historia y la etnografía disciplinas auxiliares que proporcionan datos brutos a
la sociología (LLOBERA , 1990).
La antropología no tenía un lugar claro
como disciplina científica independiente, hasta que Malinowski (1922) promueve
una antropología empírica que tiene como objetivo dar cuenta de una realidad
que debe ser comprendida con un exhaustivo trabajo de observación en el campo
(MALINOWSKI, 1986). Asigna a la antropología la tarea de conocer
científicamente al hombre, partiendo de la observación y conduciendo a la
observación. La Antropología debe ser inductiva y verificable por la
experiencia. Debe tender hacia métodos de verdadera identificación o al
aislamiento de factores determinantes del proceso, estableciendo leyes
generales y de conceptos que tales leyes incorporan (MALINOWSKI, 1978).
Los trabajos de Malinowski tuvieron gran
influencia en el pensamiento antropológico y arqueológico subsiguiente. La
concepción instrumental de la cultura para satisfacer las necesidades humanas
(MALINOWSKI, 1975), resultó muy complaciente para instalarse en el marco positivista.
Dentro de este panorama, comienza a
afianzarse la arqueología como disciplina científica. Se aparta de sus
comienzos espirituales y románticos, en base a una separación fundamental entre
cosa y signo, entre naturaleza y cultura. La cultura comienza a ser concebida y
analizada en términos adaptativos, como un medio extrasomático de adaptación.
Esta concepción ecofuncional de la cultura, que probablemente le deba algo al
marxismo y al concepto durkhemiano de cultura, se afianza en el pensamiento arqueológico
de la época gracias a los trabajos de Leslie White (1949) y Julian Steward
(1955) (HARRIS, 1999).
Luego, ya entrados los años 70`, de la
mano de Binford (1962) surge la Nueva arqueología o Procesualista, como un
proyecto unitario que se propone descifrar una verdad única sobre el pasado,
mediante la generación de leyes que permiten explicar el comportamiento humano
(THOMAS, 2000).
Este cientificismo en arqueología, trajo
aparejados cambios positivos en las metodologías y técnicas de trabajo, basándose
en el método hipotético deductivo, y dándole mucha importancia a la inferencia
analógica. Desaparece la retórica y la Academia comienza a ser un aparato
represivo afanoso de depurar el lenguaje científico y de mantener el
conocimiento entre el establishment. Los trabajos arqueológicos desvisten una
realidad cognoscible, autoevidente, que aparece gracias a una metodología
rigurosa exenta de valoraciones. Las cosas hablan por sí solas, sin ningún
intermediario. La cerámica, los instrumentos líticos, las cosas: sugieren,
indican, señalan.
La falacia objetivista que estaba
subyacente a esta propuesta arqueológica se sustentaba en el paradigma
positivista pilar de la Modernidad. La arqueología como disciplina es producto
de la Modernidad, estando los temas de estudio más populares vinculados al
progreso humano: origen de la agricultura, origen del Estado, etc. (THOMAS,
2000).
La crisis de la Modernidad tuvo
consecuencias desestructurantes en la vida social. A la pérdida de control del
Estado se le debe sumar la revolución en las comunicaciones, que tiran abajo
las fronteras y que bombardean el mundo con sonidos e imágenes caóticos. Se
crea entonces una realidad virtual en la cual las experiencias humanas no
tienen profundidad, son irreales. La globalización y el derrumbe de las
fronteras, generan un cambio profundo en la percepción del tiempo y del espacio
(THOMAS, 2000).
Llegamos a un momento que tiene distintas
acepciones según desde donde se lo mire. Desde el punto de vista económico nos
hallamos en sociedades de capitalismo avanzado, sociedades postindutriales
(BELL, 1976), o sociedades de consumo. Según las políticas de los gobiernos nos
encontramos en la sociedad del bienestar; de acuerdo con el mundo de la
cultura, este es el momento de la posmodernidad (GONZÁLEZ MÉNDEZ, 2000).
La antropología y la arqueología no son
ajenas a estos cambios. Gracias a la influencia de la Hermenéutica, la
antropología comienza a mirar un poco más hacia su interior, centrándose en la
producción del conocimiento antropológico. Se comienza a criticar el dogma de
la Inmaculada Percepción, en el cual se basa la epistemología empiricista que
concibe las divisiones científicas como divisiones reales de lo real (BOURDIEU;
PASSERON, 2001).
La antropología lentamente despierta del
letargo objetivista y comienza a darse cuenta de que por más que se intente
marcar distancia con el objeto de estudio, escribiendo en tercera persona o
insinuando verosimilitud mediante detalles minuciosos, siempre está presente el
intérprete (antropólogo) el cual es parte de una intrincada red de producción,
circulación y apropiación de conocimiento científico (GARCÍA CANCLINI, 1991a).
El descubrimiento de que la producción de
conocimiento antropológico estaba mediado por un intérprete ideológicamente
constituido e inmerso en una red de poder, comenzó a hacer temblar la
estructura del aparato positivista reinante hasta el momento. Pero estos
planteos tuvieron importantes consecuencias en cuanto a la incertidumbre de si
realmente se podía producir conocimiento científico en esas “nuevas
condiciones”. Surgen entonces preguntas del tipo ¿existe una racionalidad
única? ¿Es posible conocer otras racionalidades desde nuestra racionalidad
occidental? (OVERING, 1985).
Este cambio paradigmático también se vio
reflejado en la arqueología, con el advenimiento de la arqueología
post(procesualista). Es difícil definir la arqueología postprocesual o
interpretativa ya que a diferencia de la Nueva Arqueología, no es un proyecto
unitario (THOMAS, 2000; HODDER, 1994).
Quizá lo único en común que tengan todas
estas propuestas es que surgen como crítica a la Nueva Arqueología, la cual es
concebida por esta corriente crítica como una metodología carente de teoría.
El cambio más profundo subyacente a esta
revolución en arqueología, es el epistemológico. Se admite que existen algunas
cosas que no podrán saberse nunca en arqueología y en este sentido se tiran
abajo todo tipo de generalizaciones. También cae la idea de un pasado único e incluso
de la existencia de una realidad objetiva que existe independientemente al
hombre (THOMAS, 2000; HODDER, 1994).
Entonces, si no existe una realidad única,
si no existe un pasado único, si no existe un método único, si no existe una
epistemología única: ¿qué nos queda por hacer? (CHALMERS, 1988; THOMAS, 2000).
Este es el principal problema de la
arqueología postprocesual. A diferencia de la Nueva Arqueología que contaba con
un método y una epistemología claras (o era una metodología, al decir del postprocesualismo),
la arqueología postprocesual, tiene teoría pero no tiene ni un método definido
ni una epistemología clara.
Para intentar solucionar este relativismo,
la epistemología postpositiva que ensaya la arqueología postprocesual, se
centra en alentar el debate entre formas de producción de conocimiento
inteligibles. La veracidad o falsabilidad en términos popperianos no tiene por
qué ser la única forma de establecer la competencia entre discursos sobre el
pasado. Pero lo cierto es que esta arqueología postprocesual tiene más
preguntas que respuestas (THOMAS, 2000).
A nivel teorético el cambio más importante
giró en torno al concepto de interpretación en arqueología. La cultura material
es concebida de manera significativa. Se le da gran importancia a la dimensión
simbólica de la cultura material, la cual debe ser tenida en cuenta en todo
trabajo arqueológico, como producto de una interpretación que debe realizarse
mediante un análisis contextual del objeto de estudio (HODDER, 1994).
Es así como (re)aparece el sujeto,
escondido tras las cuantificaciones interminables de la Nueva arqueología. La
aparición del sujeto cognoscible modifica el objeto de estudio de la
arqueología, ya que la cultura material deja de concebirse como un reflejo
directo del comportamiento humano. Ahora se trata de objetos que tienen vida en
un contexto social por alguna razón y que a su vez no existen pasivamente en la
esfera de los objetos (vs. esfera de lo social) sino que son transformadores
del comportamiento humano (HODDER, 1994).
Esta importancia adjudicada al sujeto, es
consecuencia de las duras críticas que se le realizaron al estructuralismo, el
cual, si bien transitó caminos distintos al pocesualismo, también se empeñó en
eliminar al sujeto. Gracias a la concepción durkhemiana de los hechos sociales
como representaciones colectivas, y al descubrimiento de Mauss de que tras los
hechos sociales objetivos existen estructuras internas ocultas, Lévi Strauss
establece y articula claramente el concepto de estructura en antropología
(HARRIS, 1999).
Según él, la estructura es una especie de
codificación isomórfica con una realidad subyacente en el inconsciente. La
estructura es una propiedad de lo real, es la organización lógica concebida
como propiedad de lo real. Así, el estructuralismo no opone lo concreto a lo
abstracto, la forma se define por oposición a un contenido material (TANI,
2000). La antropología no se separa de los realia, para ella todo es signo y
símbolo que se afirma como intermediario entre dos objetos (LÉVI-STRAUSS,
1997).
Como vemos, si bien el estructuralismo se
aparta del procesualismo, ya que no opone lo concreto a lo abstracto, también
busca regularidades (aunque si bien son subyacentes) que pueden ser predecibles
y que van más allá del sujeto, siendo éstos simples epifenómenos de la
estructura.
El planteo de Bourdieu, influenciado por
Max Weber, intenta introducir al sujeto en el análisis antropológico más allá
de normas, reglas, determinismos y constreñimientos (BOURDIEU, 1997). La
postulación de la Teoría de la Acción Social se basa en este planteo del sujeto
activo, que modifica la realidad estructurada pero que a su vez ésta lo
modifica a él.
Este resurgir del sujeto en antropología
abre los ojos a la arqueología sobre la existencia del individuo como objeto.
El identificar al otro en el registro arqueológico hace posible el
reconocimiento de otro pasado, dando lugar al estudio de la diferencia y la
alteridad.
Pero también aparece el sujeto
cognoscente, tal como ocurrió en antropología. En este sentido los temas de
estudio giran en torno a la producción de conocimiento arqueológico y su
condicionamiento político e ideológico. Este tema es abordado desde la
producción y desde la utilización del conocimiento; se comienza a poner en tela
de juicio el lugar de enunciación en el cual se ubica el arqueólogo (TRIGGER,
1989).
El concepto de ideología que generalmente
se maneja en la arqueología postprocesual, es una adaptación del concepto
original de Marx y Engels. La acepción más manejada es la postulada por
Althusser (1971), mediante la cual la vida social es concebida como una gran
cadena de trabajo en la cual cada persona tiene su lugar y es éste el que
determina la identidad de cada uno. El Estado tiene diversas Instituciones
destinadas a mantener a cada uno en su lugar, gracias a la idea moderna de que
todos somos seres racionales y librepensantes. Esto tiene dos consecuencias en
arqueología: es un disciplina que puede mantener esas relaciones promovidas por
el Estado pero también puede ser una herramienta de liberación, porque produce
conocimiento capaz de sacar a las personas de su alienación (THOMAS, 2000).
Todos estos planteos de la arqueología
post, fueron gestados en el primer mundo, básicamente en el Reino Unido. Pero
en el contexto latinoamericano, la perspectiva es muy diferente, ya que el
lugar de enunciación se ubica en un marco de subdesarrollo y dependencia,
generalmente denominado neocolonial. Aquí, los temas de trabajo más prolíferos
han sido los vinculados a la ideología y a la construcción de identidades.
Tomando conceptos marxistas, la arqueología Social analiza estos temas
centrando su análisis en el rol de la arqueología en el contexto actual de la
dominación (BENAVIDEZ, 2001).
Esta arqueología se propone un rol activo
en el empowerment de los sectores oprimidos, rompiendo la dicotomía
investigación-acción (BENAVIDEZ, 2001), tema ampliamente discutido en la
antropología latinoamericana (Antropología del Desarrollo Vs. Antropología para
el Desarrollo) (ESCOBAR, 1997).
Como vimos, el campo de la teoría
arqueológica ha transitado por diferentes caminos, vertebrando sus estructuras
en conceptos clave, que darían lugar a una arqueología de la Forma, arqueología
de la Función y arqueología del Sentido (AMADO, 2002).
Después de la revolución postprocesual de
los `80, los cambios que ha experimentado la arqueología no han sido
consecuencia del “progreso” de la teoría Arqueológica, sino de la crítica de
aspectos epistemológicos (THOMAS, 2000) y ontológicos, resignificando conceptos
antes vinculados a la arqueología, ahora orientadores y estructurantes de ésta
(AMADO, 2002).
El concepto de Patrimonio Cultural (PC) y
concretamente el de Patrimonio Arqueológico (PAq), es el orientador de esta
última revolución de la arqueología, la cual ha tenido como consecuencia la
ampliación y fragmentación de nuestra disciplina en cuatro sectores:
Arqueología Académica o Universitaria, Arqueología Divulgativa o Museográfica,
Arqueología Pública, y Arqueología Comercial o Contractual (CRIADO, 1996).
Las Arqueologías Académica y Divulgativa
se ubicarían dentro de lo que es la Arqueología Tradicional, variando según su
función y dependencia. La primera se centra en la investigación desde la
academia, mientras que la segunda se centra en la difusión bajo la órbita de
los museos (CRIADO, 1996).
Con el nombre Arqueología Pública se
designa a la actividad arqueológica que se realiza desde la administración y su
objetivo es administrar el patrimonio arqueológico y funcionar como bisagra con
el Estado. La Arqueología Comercial consiste en aquel tipo de actividad
arqueológica que se realiza bajo contrato, en la cual se está brindando un
servicio, generalmente vinculada a trabajos de evaluación de impacto y/o
rescate arqueológico (CRIADO, 1996).
Se suele hablar solamente de Arqueología
de Gestión (Arqueología Pública y Contractual) contrapuesta a la Arqueología de
Investigación (Arqueología Académica y Divulgativa). Decimos contrapuesta ya
que generalmente la relación entre ambas es muy áspera, con virulentas críticas
de una hacia la otra (CRIADO, 1996).
Esto ha repercutido en una polarización de
la actividad arqueológica en la cual el diálogo positivo se torna cada vez más
difícil. Como consecuencia tenemos la falta grave de una teoría de la gestión
del patrimonio arqueológico aceptada por ambos polos. Sin embargo es innegable
que la tríada evolutiva de la teoría arqueológica, forma-función-sentido, debe
completarse hoy con el concepto de gestión (AMADO, 2002)
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